Berenice se corta el pelo

Berenice se corta el pelo es el título de un cuento de F. Scott Fitzgerald, escritor estadounidense de principios del siglo XX, conocido sobre todo como novelista: El gran Gastby o Suave es la noche. Fue también autor de cuentos encuadrados, como no podía ser de otra manera, dentro de la gran tradición de cuentistas de ese país, Hemingway, Cheever, Carver o Salinger por nombrar solo a cuatro de ellos de entre un riquísimo elenco que nace en el siglo XIX con Poe, Hawthorne, Melville o Jack London. Autores que escribieron novelas, algunos de ellas que han eclipsado al resto de la obra de sus autores, pero que no por eso dejaron de escribir cuentos ni de sentirse cuentistas. El relato nunca ha sido en América (de norte a sur) un arte menor o un hermano pequeño de la novela.

Si hubiese que describir en pocas líneas el estilo y las características comunes del cuento en EEUU sin duda habría que hablar de los diálogos: directos y elaborados (a menudo sostienen ellos solos la trama del relato). A través de los diálogos descubrimos como son los personajes, se desarrollan y evolucionan. Las descripciones son someras y los personajes llevan el peso del desarrollo, no es el narrador omnisciente el que nos lleva de la mano, sino que nos deja en medio de la trama, entre personajes vivos que evolucionan y que podemos seguir desde cerca oyéndolos y viéndolos.

Otra característica es el realismo y los temas tratados, son cuentos que hablan de las personas y las circunstancias que rodean a los autores, tanto Scott Fitzgerald como Cheever describen la vida y preocupaciones de la clase media-alta del país, en distintas épocas (uno en los años veinte en la generación del Jazz y otro en los cuarenta y cincuenta, la generación que ganó la guerra y vivió la gran expansión económica del país). Sus problemas, las cuestiones vitales, las dudas, son tratadas y retratadas en cada uno de los relatos. Luego vendrían Salinger o Carver, que ya no reflejaban a esa clase media-alta, ahora se fijan en personajes de clase baja, trabajadores, pero todos comparten las mismas preocupaciones y los mismo problemas de relación entre amigos, entre compañeros de trabajo, entre amantes, entre padres e hijos.

El relato que da título a este post está sacado de la página web de Zenda, en concreto de una sección a la que se puede acceder para leer cuentos de grandes autores. Siempre es una alegría que se dedique un espacio a este género arrinconado por los grandes best sellers, entendiendo aquí grande como voluminoso.

En realidad este post es una excusa para resaltar una frase que me ha parecido para enmarcar. He tenido que escribir cuatro párrafos como introducción para copiar a continuación una gran frase que se justifica ella sola y que espero sirva de acicate para acercarse al cuento y en concreto al cuento estadounidense:

A los dieciocho las convicciones son montañas desde las que miramos; a los cuarenta son cavernas en las que nos escondemos.

Nada más.

Escuchando a Manuel Rivas

Ayer, en la librería Muga pudimos asistir a la presentación del libro Contra todo esto de Manuel Rivas. Acompañaba al escritor Fernando Ferro, habitual de Muga, grabador y agitador cultural como se gusta llamar. Escuchar hablar a Fernando es un placer en sí mismo, aumentado si además luego el que habla es un autor de la talla de Manuel Rivas, pero no hago esta entrada por lo que se habló ayer sino por que ese mismo día, antes de ir hacia Vallecas, había leído un poema de Rivas cuyos versos finales me parecen de una sutileza y una fuerza inmensas:

Tu mano vacía era una forma extraña.

Lo contenía todo

y en ella lloraba, en cuclillas, la nada.

Solo me queda recomendar al Manuel Rivas reivindicativo del libro que se presentó ayer,  al autor sutil de El lápiz del carpintero o La lengua de las mariposas  pero nadie debería perderse al Manuel Rivas poeta, imprescindible.

De Séneca

«No consiste el valor, como tú padre, piensas, en temer a la vida, sino en hacer frente a los males por grandes que sean, y no volverles la cara y retroceder».

Séneca, Phoen [190-192] Extraído del Capítulo III, Libro segundo de los Ensayos Completos de  Michel de Montaigne, Ed. Cátedra.-