Y París fue liberado

Ayer, 24 de Agosto hizo 77 años que una compañía de republicanos españoles encuadrados en una división francesa pertrechada por los americanos, fueron los primeros soldados aliados en entrar en París. Venían de una guerra civil, de luchar contra los alemanes en en norte de África y eran la punta de lanza del avance aliado. Fue tan anecdótico como heroico, luego fue olvidada la contribución de los republicanos españoles y la geopolítica de después de la guerra hizo a Franco conveniente y a su país prescindible ¿a qué me suena esto hoy mismo?

Cuando descubrí la historia de la 9 enseguida quise escribir sobre ello, quise saber más de aquellos hombres y quise saber más sobre aquellas mujeres, sobre aquella generación que vivió la guerra, que no la pidió, ni la buscó, pero que hubo de afrontar años de miseria y miedo. Quería hacer una novela sobre la vida, que nos sorprende y nos arrastra, que no nos pregunta ni para lo bueno ni para lo malo, que nos lleva de aquí para allá y que pasados los años nos hace sentirnos felices de, por lo menos, seguir en pie. Por eso la novela parecía que solo iba a ser un relato de hechos de guerra, de unos contra otros y al final se convirtió en la historia de ella de Elena. Ella que no participa en la batallas pero que ve su vida zarandeada igual o más que la de Manuel.

Como recuerdo a ese día de hace ya tantos años y de esa novela que escribí y me quisieron publicar en 2017, cuelgo aquí parte del capítulo en el que la 9 entra en París:

Capítulo 14, segunda parte. Las derrotas de Elena.

Javier Reverte

Ha muerto Javier Reverte y voy a echar mucho de menos los libros que no ha escrito. Viajero y escritor aprovechaba cada huída de la rutina para hablarnos de literatura, de escritores, de gente y de paisajes. Leer sus libros es asomarse a la historia de cultura de allí por donde pasaba y de la nuestra. Siempre mordaz y siempre agudo observador, gracias a él he descubierto mis ganas ocultas de conocer África, o el amazonas, o el ártico. He paseado con él por la Sicilia de Lampedusa, el Mediterráneo de Homero, el Nueva York del jazz y la Roma eterna. La mejor forma de rendirle homenaje es leyendo sus libros. Gracias por todo y buen viaje.

Alberto Caeiro

Fernando Pessoa escribió a menudo usando seudónimos, lo que él llamaba heterónimos, uno de ellos fue Alberto Caerio y bajo este nombre escribió el poemario El guardador de rebaños y de él extraigo solo dos versos, que hablan de su autor y muchos otros:

Ser poeta no es mi ambición.
Es mi manera de estar solo.

Alberto Caerio (Fernando Pessoa)

Volver

Volver, volver a pisar las calles nuevamente, primero con esa canción en la cabeza y después con el resto de la banda sonora asociada, pegada a esos paisajes, a eso recorridos.

Volver y asegurarnos de que todo sigue igual y de que todo ha cambiado. Volvemos heridos, convalecientes, recuperándonos de una enfermedad que ha tocado a los infectados y a los que no; todos hemos sido enfermos y todos la hemos sufrido.

Salir a Sol desde la boca del metro, guiñar los ojos a la luminosidad de la mañana y bajar por Alcalá, cambiando de una acera a otra y ver los edificios renovados, las obras no han parado en este tiempo. Cruzarte con algún turista con un plano en la mano y reprimir las ganas de acercarte para decirle, aquí estoy, he vuelto.

Echar a andar y hacer que tus pies recuerden la cadencia exacta para pasear por esas calles, para sentir la irregularidad de los adoquines, para acercarte al mundo que era, que fue y al que vuelves, tan igual y tan distinto.

Madrid desierto, como si fuera agosto, pero ya sabemos todos como es de verdad Madrid desierto y no es así. Ahora parece más bien en pausa, al ralentí, pero no desierto como cuando no había gente, ni coches, ni vida. Tomadas las calles por el miedo y la incertidumbre. Nunca antes estos dos estados mentales habían adquirido consistencia corpórea como lo han hecho ahora; mirabas por la ventana y podías ver al Miedo enseñoreado de acera a acera pasear orgulloso de lo que había conseguido y saludar espléndido a la Incertidumbre instalada a las puertas del supermercado.

Volver a vagar por las aceras, detenerse al llegar a Cibeles y mirar alrededor, ver como se abre el semáforo y los coches, muchos coches, pasan a tu lado y sentirlo como nuevo. Quedarte parado buscando calle arriba la Puerta de Alcalá y sentir como te rodea la gente, como guardan un espacio a tu alrededor haciéndote el vacío.

Bajar por el Prado, visitar a Velazquez y ver la entrada del Botánico, puerta de paso a otro mundo dentro de la ciudad. Y al otro lado, el Ministerio de Sanidad, epicentro de indecisiones y aglutinador de esfuerzos: apretar lo dientes y seguir adelante desbrozando una selva inexplorada y profunda.

Al lado, una plaza, una de de esas plazas madrileñas sacadas a hurtadillas de entre dos calles, conquistadas por terrazas y sombrillas hendidas en el suelo como banderas al viento. Terrazas llenas, ocupadas por gente de fuera y de dentro, sentados casi en el borde de las sillas, prestos a levantarse, mirando a hurtadillas a un lado y otro, buscando con los ojos de hace unos meses, con la mirada cohibida, entrenada en ventanas y balcones, cualquier amenaza, cualquier vestigio de los monstruos que nos encerraron, del miedo y de la incertidumbre que acabaron con la vida despreocupada y desentendida de esta ciudad adolescente.

Vargas Llosa vs Borges

A propósito de la publicación la semana que viene de un libro de Vargas Llosa sobre Borges: «Medio siglo con Borges», Editorial Alfaguara, en el periodico El Pais recuerdan esta entrevista que el peruano le hizo en su casa de Buenos Aires.

Es muy divertido ver como Vargas Llosa intenta llevarle por un lado u otro y Borges pasa de él con respuestas lacónicas y cortas, da la impresión de que le estaba aburriendo mucho. Saca a colación una frase sobre su reticencia con las novelas recordándole una frase que pronunció en el pasado: “Desvarío empobrecedor el de querer escribir novelas, el de querer explayar en quinientas páginas algo que se puede formular en una sola frase”. A lo que el autor argentino le contesta con ironía y desgana: «Sí, pero es un error, un error inventado por mí. La haraganería, ¿no? O la incompetencia».
Pero la mejor respuesta es la que le da a esta pregunta:

» MVLL. Pero, entre los autores más importantes para usted, ¿no hay ningún novelista?
JLB. …»

Sin duda un silencio incómodo.

Borges fue poeta, cuentista y ensayista y en lo que sí tiene razón Vargas Llosa es en reconocer la calidad y la importancia de lo que escribió, para lo que no necesitó nunca nada más que unas pocas páginas o unos pocos versos.

80 años de la publicación de Poeta en Nueva York

Hoy se cumplen 80 años de la publicación póstuma de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca. Reúne poemas que fueron escritos entre 1929 y 1930 en un período en el que el poeta cruzó el Atlántico con la excusa de estudiar inglés y en un momento difícil de su vida. Allí entre clases y conferencias en la Universidad de Columbia escribió uno de los libros más relevantes de la poesía contemporánea.

Trajo los poemas escritos a su vuelta a España pero no se publicaron hasta 1940, una vez asesinado el poeta. Vieron la luz, por supuesto fuera de su país, simultáneamente en Estados Unidos y México.

El primer poema del libro es este:

Vuelta de Paseo

Asesinado por el cielo.
Entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!

Otro poema, posiblemente el más conocido, es Pequeño Vals Vienés, sobre todo en la versión musical que hizo y popularizó Leonard Cohen. Aquí dejo la versión en español de Silvia Pérez Cruz y Pájaro a la guitarra:

Defender la alegría

Cualquier momento es bueno, pero este lo es especialmente para recordar el poema de Benedetti y lo que proclama.

Defender la alegría como una trinchera
Defenderla del caos y de las pesadillas
De la ajada miseria y de los miserables
De las ausencias breves y las definitivas

Defender la alegría como un atributo
Defenderla del pasmo y de las anestesias
De los pocos neutrales y los muchos neutrones
De los graves diagnósticos y de las escopetas

Defender la alegría como un estandarte
Defenderla del rayo y la melancolía
De los males endémicos y de los académicos
Del rufián caballero y del oportunista

Defender la alegría como una certidumbre
Defenderla a pesar de dios y de la muerte
De los parcos suicidas y de los homicidas
Y del dolor de estar absurdamente alegres

Defender la alegría como algo inevitable
Defenderla del mar y las lágrimas tibias
De las buenas costumbres y de los apellidos
Del azar y también
También de la alegría

Mario Benedetti

Y aquí podemos escuchar la versión que hizo Serrat en el disco El Sur también existe en el que versionaba poemas del poeta uruguayo.

Que no se nos olvide defenderla cada día.

Paseos de libro: Las derrotas de Elena.

En un tiempo en el que no podemos salir a la calle siempre nos quedan los libros. Libros en los que hemos leído una descripción de un paisaje al que nos transporta el autor o donde hemos acompañado al protagonista mientras da un paseo, recorre una ruta o hace un viaje.

Dejo aquí un fragmento de mi novela Las derrotas de Elena en el que los dos protagonistas recorren Madrid, desde El Museo del Prado y Lhardy en la Carrera de San Jerónimo hasta el Paseo de Rosales, una paseo largo hecho en varias etapas en un Madrid previo a la Guerra Civil. A pesar de estar situado hace más de 80 años las calles y los lugares siguen ahí y forman parte de esos escenarios que tanto echo de menos recorrer. Espero sirva como mínimo alivio al confinamiento. Ya queda menos.

“Elena recogió el lienzo, el caballete y las pinturas y las dejó guardadas en un pequeño cuarto que destinaban a los copistas. Salieron del museo; era mediodía y ya hacía mucho calor en aquel junio madrileño. Mientras andaban, Manuel iba relatándole las excelencias del local. Lhardy no quedaba lejos, al principio de la Carrera de San Jerónimo. El local es uno de los más antiguos de Madrid, aristocrático, decimonónico y caro, demasiado para Manuel, así que tomaron algo en la pequeña barra que hay en la entrada del local: croquetas, empanadillas y canapés diversos. Mientras disfrutaban de su comida, veían pasar de vez en cuando gente trajeada a la que un chófer dejaba en la puerta; incluso vieron entrar a Calvo Sotelo, el jefe de la oposición.”

“Salieron de allí y decidieron dar un paseo buscando algún café donde poder sentarse para continuar la charla. Manuel la guiaba por aquella ciudad que se había convertido en la suya durante aquellos años y de la que disfrutaba cada paso que daba por sus aceras a través de sus calles, a menudo sucias, pero impregnadas de un sabor a ciudad joven que aún no ha perdido la inocencia. Fueron hacia la calle de las Huertas y luego hasta el mercado de Santa Isabel, cerca de Atocha; se adentraron en el barrio de Lavapiés bajando sus empinadas calles poco animadas a esas horas de siesta.
Lavapiés es un barrio humilde y antiguo, con corralas centenarias y casas de las que salen olor a olla pobre, gritos de niños y coplas entonadas por las madres. Elena y Manuel llegaron hasta la plaza que da nombre al barrio; allí entraron en un café aviejado por lo vivido, las paredes forradas de un papel gris con manchas de humedad. El mobiliario, que cuando se inauguró era bueno y brillante, tras años de uso, tan sólo se podía decir de él que era útil.

A Manuel le gustaba aquel sitio y por eso habían ido allí. Le gustaba pasar las tardes de invierno y leer un libro mientras esperaba a que le trajesen el café o abrir su cuaderno de notas y escribir. Escribía sobre lo que veía alrededor, sobre las mujeres que a las cinco salían de la cercana fábrica de tabaco y que andando y charlando se dispersaban por el barrio en pequeños grupos que perdían unidades según llegaba cada una a su destino. Le decía que le gustaba disfrutar de la lluvia tras los cristales; allá, en Gijón, la lluvia era algo cotidiano, incorporado al carácter del asturiano, pero en Madrid, la lluvia es algo menos común y el madrileño parece siempre sorprendido en cuanto algo cae del cielo. Aún así le gustaba ver llover y entonces lo que escribía eran poemas —muy malos— le decía a Elena —pero aún así los escribo y los guardo—. Después salía al frío de la noche sobrevenida de pronto, se levantaba el cuello del abrigo y se acordaba de su padrastro cuando le advertía del frío que hacía en Madrid cuando soplaba el viento desde la sierra de Guadarrama. Echaba a andar por la calle Argumosa hasta salir a la trasera del hospital Provincial, cerca de la estación de Atocha, parecida a la que él llegó un día y adonde llegan a diario miles de personas con una maleta y una dirección escrita en un trozo de papel.
Todo eso se lo contó a Elena mientras apuraban ya el segundo café él y el segundo té ella. El barrio se fue animando y poco a poco la gente comenzó a salir de sus casas tras el calor del mediodía. Ellos no querían dar por terminado su día juntos y cuando retomaron el paseo, a Elena le pareció bien la propuesta de seguir bajando hacia el río. Llegaron al puente de Toledo y se acodaron sobre él viendo pasar por debajo el Manzanares, bastante mermado de agua en esa época del año. Dieron una vuelta alrededor de los merenderos que por allí había y que empezaban a llenarse de clientela. El tiempo pasaba rápido y decidieron seguir por la orilla en dirección a la residencia de Elena. Siempre al lado del río, llegaron hasta la estación de Príncipe Pío después de pasar bajo San Francisco el Grande y el Palacio Real encaramados allá arriba en lo alto Continuaron caminando hasta San Antonio de la Florida, pero ya hacía tiempo que, llevados por la inercia de la tarde, andaban el uno al lado del otro unidos de la mano. Así subieron las cuestas del parque del Oeste volviendo a las calles de Madrid, se despidieron en el Paseo de Rosales con la promesa explícita de verse al día siguiente y un beso robado, nervioso justo antes de que cada uno diese la vuelta y se alejase de allí.»