Los mercenarios somos gente de fiar

I

En su presencia, ninguno de nosotros se atrevió a contradecirle, después, en la cantina, fue saliendo de nuestras bocas un murmullo cada vez más audible que pronto se convirtió en voces cargadas de ira que eran contestadas por golpes de manos temibles sobre las robustas mesas de roble. Las lenguas se entremezclaban, se oía flamenco, pero también francés y por supuesto español y el alemán tosco de los suizos. Los gritos se calmaban y fue el momento en el que vi la oportunidad. Me subí a una mesa y poco a poco, con gruesas razones iba llevando a mi orilla a aquella soldadesca desairada y violenta. Al final cuando les repartí la bolsa llena de monedas de oro y les prometí muchas más, pocos fueron los que no quisieron pasarse al bando hereje, ni que decir tiene que el que no lo estuvo pagó allí mismo la apuesta con su vida. Ya se sabe, los mercenarios somos gente de fiar, si hay oro de por medio, claro. Quien esté dispuesto a luchar gratis deshonra la profesión.

II

Lo que no pude prever fue lo que vino después, salieron del tugurio en el estábamos y fueron directos buscando la tienda del capitán que una hora antes les había parado los pies. Lo encontraron limpiando y cargando su pistola, así que Gastón, el parisino, que iba el primero recibió una contestación entre los dos ojos cuando entró con la espada en alto y vociferando con muy malos modos, el segundo, Jürgen el tuerto, se encontró una estocada fea en pleno estómago. Pero la marea no es algo que se pueda contener y aquella turba acabó con la vida de mi querido hermano, pero padre, ya sabe, son cosas de la guerra, puede pensar que fue culpa mía, que no debería trabajar para los que luchan contra la fe verdadera, pero hoy por hoy, el gran Felipe IV nuestro señor, no puede pagarme tan bien como sus enemigos y uno se debe a su profesión antes que a su rey.

Frente a Rocroi, 20 de Abril del año de nuestro Señor de 1643.

La estación perdida

Esta mañana he visto en facebook una publicación de Secretos de Madrid, en ella se menciona una estación «fantasma» dentro de la red de metro de Madrid, la antigua estación de Chamberí, cerrada desde 1966 y hace poco convertida en museo, además ilustran el post con unas fotos que nos trasladan a otro tiempo.

Durante el proceso de creación de mi libro de cuentos Los ríos perdidos me topé con esa historia, una estación cerrada a cal y canto, abandonada y por la que, quizá, aquí empezó la parte de fabulación, pasaban a diario los modernos convoyes a toda velocidad dejando entrever apenas unos segundos esa antigua parada. De aquí surgió un cuento y ahora lo comparto.

La estación perdida

Todos los días acerco la nariz al cristal y espero que vuelva a ocurrir. Pero no, ya no. El tren arranca chirriante y pesado desde la estación de metro acelerando los miles de kilos del convoy y mi corazón. Desde allí, apoyado contra la ventana la había visto sentada en el andén, en otro andén y sonreía. Me sorprendió que aquella estación abandonada apenas visible a través de las ventanas del tren a toda velocidad y por la que pasaba todos los días tuviese luz, aunque tan solo fuese una, aunque tan solo iluminase apenas un metro cuadrado dentro del cual, sentada, relajada, una mujer joven miraba al frente. Llevaba un vestido de primavera, siempre llevaba un vestido de primavera y un casquete en la cabeza, antiguo pero no viejo, que enmarcaba su cara redonda de facciones suaves y sonrisa preciosa. Su aspecto era el de alguien de otro siglo, de otro tiempo.

Sencillamente me enamoré. Al día siguiente volvió a estar allí en el mismo sitio, en la misma posición, con la misma mirada perdida al frente, sin pestañear como si los vagones no pasasen a escasos dos metros de ella. No fue hasta pasados unos días cuando el tren paró en la estación. Una parada técnica, transitoria, una esas paradas de las muchas que se producen entre dos estaciones dentro de los oscuros túneles, pero aquel día mi ventanilla se situó justo frente al halo de luz que iluminaba a la mujer sentada. No podía salir pero sí golpear los cristales, al tercer golpe mis vecinos de vagón me empezaron a mirar con disimulo pero con el disgusto que nos produce alguien que altera el habitual discurrir de la vida urbana. Parecía que no la veían, quizá no la veían, pero yo sí y al quinto o sexto golpe la muchacha pareció despertar de un letargo de años y sus ojos, primero parpadearon y después se movieron hacia mi. Pude apreciar un punto de sorpresa, después de miedo, por último se relajaron y sonrió, sonrió a la vez que yo y mientras sentía el golpe de la inercia del tren arrancando levantó la mano, hasta entonces apoyada con descuido en su regazo e hizo un breve gesto de saludo mientras seguía con la mirada cómo el tren se alejaba de ella.

Después vinieron muchos días, algunos de ellos el tren volvía a parar en la estación fantasma y yo intentaba por todos los medios bajar, incluso llegué a accionar la manivela de emergencia pero la puerta no se abrió y solo conseguí acabar en manos de la policía con la multa correspondiente. Muchos días escribía palabras en hojas en blanco, solo una, a lo sumo dos, grandes como carteles para que ella pudiese leerlas: TE QUIERO, AMOR o bien intentaba darle mi teléfono para poder quedar fuera de allí. Quise averiguar como podía llegar hasta aquel andén, indagué como acceder a aquella estación perdida pero nadie sabía indicarme, desde el metro me dijeron que no había ninguna posibilidad de que persona alguna pudiese llegar a aquel andén, me fui de allí corriendo cuando empecé a oír las palabras SAMUR y pirao.

No la veo desde hace unos días, no está su sonrisa ni su mano delicada para tirarme besos cuando paso. Ahora el andén está oscuro y su banco vacío. Han aparecido unos carteles grises, iluminados por luces de emergencia que anuncian la remodelación de la estación abandonada. Pero yo sé que ella volverá, que está allí en algún lugar, por eso hoy me bajaré en la siguiente estación y cuando nadie pueda verme saltaré a las vías y caminaré a oscuras por el túnel, tan solo guiado por la luz de la linterna de mi móvil y el recuerdo de unos ojos risueños.

Parapetos. Cuento histórico II

Parapetos

Los paisanos armados y con el gesto crispado se movían de un lado a otro buscando a alguien que les dijese lo que tenían que hacer, todos menos uno y un grupo que lo escuchaba hablar mientras fumaba en pipa.

Amartillé el mosquete, me lo eché a la cara y disparé. El indio que venía hacia mi, con el tomahawk en alto, cayó fulminado hacia atrás mientras ahogaba en la garganta el grito de guerra que tan furibundamente lanzaba tan solo un segundo antes. El resto de la trinchera hizo lo propio y pude sentir como a izquierda y a derecha los fogonazos se sucedían. Después de disparar retrocedíamos para recargar y permitir que la segunda línea apoyase sus fusiles sobre el parapeto para apuntar. Los milicianos intentaban seguir nuestro ritmo de carga y disparo, pero una cosa es disparar y recargar cuando estás cazando ciervos y otra muy distinta es cuando a lo que disparas devuelve el fuego o viene hacia ti encolerizado y deseando ensartarte en una bayoneta o en una lanza. Los pocos soldados manteníamos el orden en la trinchera.

Apenas estábamos 29 soldados españoles y dos centenares de milicianos reclutados de entre los habitantes de la ciudad, además y tras mucha insistencia se nos unió un grupo de ciento cincuenta milicianos franceses.

 – Ya sabéis, los franceses eran nuestros aliados entonces, cosas de familia.

El día 26 de mayo de 1780 amaneció caluroso y húmedo para ser primavera. El gobernador de la ciudad de San Luis, nuestro capitán Fernando de Leyba, había tenido noticias de que los ingleses, apoyados por cientos de indios, pretendía atacar el enclave español en el río Mississipi. Metidos ya en guerra y apoyando a los americanos, estaba dispuesto a defenderlo a toda costa por lo que comenzó la construcción de una torre defensiva en la que instalar la poca artillería de que disponía y desde la que otear el contorno para ver por donde vendría el peligro. Esto, junto a las trincheras, constituía el bagaje defensivo de la ciudad. No era mucho pero era más de lo que esperaban encontrar los ingleses.

Cuando Leyba se enteró reunió a los jefes y oficiales y explicó la situación

– Con orden y valor se podrá hacer frente a lo que se nos viene encima, si cunde el pánico, sin duda arrasarán la ciudad con todo lo que dentro se encuentre, personas, animales o cosas.

El gobernador entonces sacó el sable y rasgando el suelo fijó una línea recta

– Aquí la trinchera.

Avanzó unos metros y señalando con la punta de la espada

– Y allí la primera torre.

Nuestra artillería disparaba desde lo alto de la torre hacia el campo en el que los atacantes corrían hacia las defensas de la ciudad. La infantería de línea británica se mantenía en orden pero a cierta distancia después de haber visto como eran rechazados los indios, estos atacaron con valor y decisión pero sin orden, en tromba, lo que, junto a sus terribles gritos de guerra y su aspecto, les hacía temibles en campo abierto o contra un objetivo no fortificado, otra cosa era lo que tenían delante.

 – Un parapeto convierte a un hombre en diez, hacedme caso y poned todo aquello que encontréis frente a la puerta y justo los cañones detrás.

Como os decía a mitad de mañana los casacas rojas se dieron la vuelta y en perfecto orden se fueron por donde vinieron internándose en el bosque cercano, mientras que los indios enfurecidos y en busca de un botín más fácil, arrasaron todas las granjas que encontraron en los alrededores.

Los vítores salieron de toda la línea y de lo alto de la torre, eran gritos para descargar la tensión y el miedo.

 – Que de todo hay en la guerra – apuntó a los que le rodeaban.

En junio enfermó nuestro capitán y pronto murió. Don Francisco Cruzat, el nuevo gobernador, atendió la petición de ayuda de dos jefes Milwakee, una de las que eran aliadas de España, y que le pedían hombres para tomar un fuerte inglés en el norte, Saint Joseph, en el que almacenaban las provisiones necesarias para volver a atacar San Luis y el resto de las ciudades de nuestro rey a lo largo del Mississipi.

 – Se ve que ya están cerca, mirad toda esa gente que llega a la plaza corriendo y se oyen disparos cercanos. Escuchad, ya acabo.

Con las ganas que teníamos de revancha por el ataque de la primavera no dudamos en presentarnos voluntarios, así que a las órdenes del capitán Eugenio Pouré partimos unos 60 hacia el norte. Marchamos en pleno invierno y en barco surcando las aguas del Missouri y luego del Kankakee hasta que el hielo nos hizo poner pie a tierra, o mejor pie a hielo, para continuar nuestro camino. Fue una marcha penosa por el frío y el hambre pero al fin, el 12 de febrero por la mañana y después de cuatrocientas millas estábamos preparados para vengar lo de San Luis. Nos lanzamos al ataque y los cogimos por sorpresa, no llegamos a disparar ni un tiro. Por suerte no había guarnición inglesa y la milicia no opuso resistencia. Incautamos la bandera británica que nuestro capitán llevó de vuelta a San Luis e izamos la de España tras tomar posesión de todas aquellas tierras en nombre de nuestro rey Carlos III. Pasamos apenas veinticuatro horas y emprendimos el regreso sin haber perdido ni un solo hombre en toda la expedición.

 – Pero lo que por ahí viene es lo mejor del ejercito francés, mi sargento- dijo un chaval pistola en mano.

– Franceses, ingleses, indios, da igual, todos sangran y con valor todo es posible.

– ¡Vamos sargento deje de contar batallas y mueva a esa gente para que se ponga tras los cañones!

– Sí señor, ahora mismo. Me crujen los huesos al andar, ya soy demasiado viejo. Venga todos detrás del parapeto, ya habéis oído al capitán Daóiz.

Y sin embargo…

Los ojos fríos del inquisidor se relajaron a medida que la confesión iba avanzando. No había hecho falta llegar a la persuasión física, tan desagradable  por otro lado, por lo que tenía de humillación por parte del reo cuando empezaba a confesar. La justicia de Dios había prevalecido. Aquel hombre viejo, de pelo  blanco, revuelto y mirada lunática se desdecía ante el tribunal y los presentes de todas sus herejías.

¿La tierra se mueve? Están locos, si les dejásemos sumirían en el caos a la sociedad, solo la Santa Madre Iglesia tiene la potestad de decidir sobre estas cuestiones, solo los doctores de la iglesia adoctrinan.

Este loco, con su telescopio, ese instrumento diabólico, el Creador nos ha dado ojos, nada hace falta para aumentar su visión, estamos siendo blandos. Deberían quemar todos esos instrumentos y todos los libros que incitan a su uso.

Galileo estaba cansado, había tenido que desdecirse de todas sus tesis. El hastío fue el principal motivo para su confesión, no tenía fuerzas para seguir luchando contra aquella roca insensible que era la inquisición. Por más razones, por más pruebas, aquellos hombres nunca soltarían su presa, ni cederían su posición de privilegio. Si la tierra se mueve alrededor del Sol, la humanidad, la creación del Señor ya no será el centro del Universo y sobre todo, tendrían que reconocer que estaban en un error.

Galileo había dejado de escuchar y solo miraba como corría la tarde a través de la ventana, la oscuridad iba tomando su lugar. Podía imaginarse la luna saliendo, en cuarto creciente y cerca de ella a unos pocos grados, hacia el horizonte, dirección noreste, le acompañaría venus, el planeta caliente al que la diosa romana le da su nombre. Solo quería, a aquellas alturas, que le dejasen en paz y poder seguir viendo atardecer los años que le quedasen.

El orador terminó y el juicio se dio por terminado. El viejo lo agradeció en su interior. Se acercaron sus amigos y el dogo del presidente del tribunal intuyendo que aquello había terminado se levantó y se desperezó ostentosamente, el perro, como una estatua, había permanecido tendido inmóvil a los pies de su amo mientras el juicio se había celebrado. El viejo, pasó sus ojos por las túnicas negras y las tonsuras de los clérigos, miró a los peligrosos ojos claros del inquisidor y haciendo un gesto con la mano hacia el perrazo dijo a sus amigos

– y sin embargo, se mueve.