Volver, volver a pisar las calles nuevamente, primero con esa canción en la cabeza y después con el resto de la banda sonora asociada, pegada a esos paisajes, a eso recorridos.
Volver y asegurarnos de que todo sigue igual y de que todo ha cambiado. Volvemos heridos, convalecientes, recuperándonos de una enfermedad que ha tocado a los infectados y a los que no; todos hemos sido enfermos y todos la hemos sufrido.
Salir a Sol desde la boca del metro, guiñar los ojos a la luminosidad de la mañana y bajar por Alcalá, cambiando de una acera a otra y ver los edificios renovados, las obras no han parado en este tiempo. Cruzarte con algún turista con un plano en la mano y reprimir las ganas de acercarte para decirle, aquí estoy, he vuelto.
Echar a andar y hacer que tus pies recuerden la cadencia exacta para pasear por esas calles, para sentir la irregularidad de los adoquines, para acercarte al mundo que era, que fue y al que vuelves, tan igual y tan distinto.
Madrid desierto, como si fuera agosto, pero ya sabemos todos como es de verdad Madrid desierto y no es así. Ahora parece más bien en pausa, al ralentí, pero no desierto como cuando no había gente, ni coches, ni vida. Tomadas las calles por el miedo y la incertidumbre. Nunca antes estos dos estados mentales habían adquirido consistencia corpórea como lo han hecho ahora; mirabas por la ventana y podías ver al Miedo enseñoreado de acera a acera pasear orgulloso de lo que había conseguido y saludar espléndido a la Incertidumbre instalada a las puertas del supermercado.
Volver a vagar por las aceras, detenerse al llegar a Cibeles y mirar alrededor, ver como se abre el semáforo y los coches, muchos coches, pasan a tu lado y sentirlo como nuevo. Quedarte parado buscando calle arriba la Puerta de Alcalá y sentir como te rodea la gente, como guardan un espacio a tu alrededor haciéndote el vacío.
Bajar por el Prado, visitar a Velazquez y ver la entrada del Botánico, puerta de paso a otro mundo dentro de la ciudad. Y al otro lado, el Ministerio de Sanidad, epicentro de indecisiones y aglutinador de esfuerzos: apretar lo dientes y seguir adelante desbrozando una selva inexplorada y profunda.
Al lado, una plaza, una de de esas plazas madrileñas sacadas a hurtadillas de entre dos calles, conquistadas por terrazas y sombrillas hendidas en el suelo como banderas al viento. Terrazas llenas, ocupadas por gente de fuera y de dentro, sentados casi en el borde de las sillas, prestos a levantarse, mirando a hurtadillas a un lado y otro, buscando con los ojos de hace unos meses, con la mirada cohibida, entrenada en ventanas y balcones, cualquier amenaza, cualquier vestigio de los monstruos que nos encerraron, del miedo y de la incertidumbre que acabaron con la vida despreocupada y desentendida de esta ciudad adolescente.