Corazas. Cuento histórico I

Siempre me ha gustado la novela histórica, la única novela que tengo escrita puede calificarse así, y siempre me ha gustado la época napoleónica y en concreto lo ocurrido en España, supongo que herencia de la lectura de los Episodios Nacionales de Galdós, por eso escribir un cuento sobre esos tiempos no me resulta extraño. Quizá lo extraño sea el formato, el cuento, pero su técnica y su extensión permiten acercarse a distintas épocas y escenas como a través de una ventana, simplemente para echar una ojeada, mirar a un lado y a otro y pasar al siguiente relato. En Como Pompas de Jabón hay al menos tres cuentos que podrían considerarse como históricos. De momento aquí dejo Corazas, la historia de un soldado francés en la España de la Guerra de la Independencia:

CORAZAS

El sargento de coraceros Benoît Lerroux se levantó sobre los estribos para tener una mejor vista de la llanura. Hacia el oeste se divisaba un cerro pequeño, amarillo y seco, como toda aquella región abrasada por el sol de España en julio. Al este, unas casas blancas, arremolinadas en torno a un campanario, parecía que a pesar del calor se amontonaban como si tuviesen frío o para conjurar algún miedo atávico y tan antiguo como la tierra.

Detrás de él, su escuadra, una veintena de muchachos de todos los rincones de Francia, alsacianos, normandos, marselleses… alistados al calor de la república algunos y los más bajo el influjo imparable de “El Corso”. Realmente, Benoît pensaba que todos ellos habían escapado de vidas esforzadas y miserables en las granjas paternas, lo que no esperaban es que la vida en el ejército francés lo era aún más, con el añadido de poder acabar despatarrado en cualquier campo de Europa siguiendo al Emperador.

Los observaba por las noches cuando acampaban, muchos de ellos aún tenían un rastro de horror en los ojos después de lo que habían visto y hecho en Madrid. Dios, había sido difícil hasta para él que llevaba gastando botas desde que se alistó como tambor para la expedición de Egipto. Cuando volvió, ingresó en los coraceros, si iba a recorrer medio mundo, por lo menos que fuese a caballo.

Madrid, aquellas calles estrechas por las que tenían que ir en formación de a dos, aquella turba enfurecida que les lanzaba de todo desde las ventanas. Eso cuando no salía alguna mujer enloquecida que tijeras en mano acuchillaba caballo, bota, pierna y lo que encontrase hasta que inevitablemente caía con el cráneo partido de un sablazo que el propio soldado se espantaba de haber lanzado contra una modistilla o una lavandera, quizá igual de dulce que la que lo esperaba en Dijon.

Pero aquello no fue algo momentáneo o aislado. Fue una batalla que duró todo el día y cuyo acto principal tuvo lugar contra aquellos soldados que habían sacado los cañones a la calle, disparados primero por profesionales, después por hombres, mujeres, curas, adolescentes iracundos contra los que Benoît y su escuadra cargó con el pesado sable en alto y que uno a uno fueron matando, porque solo los muertos cesaban en su empeño. Aquella noche ya lo vio en los ojos de sus hombres y supo que aquello les había cambiado a todos.

Ahora frente a aquel pueblo, la cosa parecía distinta. Iban en descubierta, tenían que confirmar los rumores que habían llegado a los generales de que el ejercito español preparaba un último esfuerzo y que junto con tropas irregulares podían estar cerca de una población llamada Bailén, a unos veinte kilómetros de donde se encontraban.Aquello que tenían frente a ellos no era Bailén, era mucho más pequeño, pero aquellos jinetes formados apuntando con sus lanzas hacia ellos, aquellos, sí eran un obstáculo. Allí habría treinta o cuarenta, los suficientes como para que Benoît supiese que debía volver grupas y alejarse. Indicó a sus soldados que volviesen al campamento, que él iría después cuando hubiese observado mejor a los lanceros. Benoît vio alejarse a unos y a otros, se bajó del caballo y poco a poco se fue despojando de todo aquello que lo pudiese vincular con el ejército francés. Después volvió a montar a caballo, al sur estaba el ejército español, al norte el francés, era por la tarde, así que le pareció de buen augurio seguir la marcha del sol, comenzó a cabalgar hacia el oeste pensando qué se en- contraría, pensó en Portugal y el gran océano y más allá América. Puede ser, se dijo mientras veía como se ocultaba el sol que ahora marcaba su camino.