Paseos de libro: Las derrotas de Elena.

En un tiempo en el que no podemos salir a la calle siempre nos quedan los libros. Libros en los que hemos leído una descripción de un paisaje al que nos transporta el autor o donde hemos acompañado al protagonista mientras da un paseo, recorre una ruta o hace un viaje.

Dejo aquí un fragmento de mi novela Las derrotas de Elena en el que los dos protagonistas recorren Madrid, desde El Museo del Prado y Lhardy en la Carrera de San Jerónimo hasta el Paseo de Rosales, una paseo largo hecho en varias etapas en un Madrid previo a la Guerra Civil. A pesar de estar situado hace más de 80 años las calles y los lugares siguen ahí y forman parte de esos escenarios que tanto echo de menos recorrer. Espero sirva como mínimo alivio al confinamiento. Ya queda menos.

“Elena recogió el lienzo, el caballete y las pinturas y las dejó guardadas en un pequeño cuarto que destinaban a los copistas. Salieron del museo; era mediodía y ya hacía mucho calor en aquel junio madrileño. Mientras andaban, Manuel iba relatándole las excelencias del local. Lhardy no quedaba lejos, al principio de la Carrera de San Jerónimo. El local es uno de los más antiguos de Madrid, aristocrático, decimonónico y caro, demasiado para Manuel, así que tomaron algo en la pequeña barra que hay en la entrada del local: croquetas, empanadillas y canapés diversos. Mientras disfrutaban de su comida, veían pasar de vez en cuando gente trajeada a la que un chófer dejaba en la puerta; incluso vieron entrar a Calvo Sotelo, el jefe de la oposición.”

“Salieron de allí y decidieron dar un paseo buscando algún café donde poder sentarse para continuar la charla. Manuel la guiaba por aquella ciudad que se había convertido en la suya durante aquellos años y de la que disfrutaba cada paso que daba por sus aceras a través de sus calles, a menudo sucias, pero impregnadas de un sabor a ciudad joven que aún no ha perdido la inocencia. Fueron hacia la calle de las Huertas y luego hasta el mercado de Santa Isabel, cerca de Atocha; se adentraron en el barrio de Lavapiés bajando sus empinadas calles poco animadas a esas horas de siesta.
Lavapiés es un barrio humilde y antiguo, con corralas centenarias y casas de las que salen olor a olla pobre, gritos de niños y coplas entonadas por las madres. Elena y Manuel llegaron hasta la plaza que da nombre al barrio; allí entraron en un café aviejado por lo vivido, las paredes forradas de un papel gris con manchas de humedad. El mobiliario, que cuando se inauguró era bueno y brillante, tras años de uso, tan sólo se podía decir de él que era útil.

A Manuel le gustaba aquel sitio y por eso habían ido allí. Le gustaba pasar las tardes de invierno y leer un libro mientras esperaba a que le trajesen el café o abrir su cuaderno de notas y escribir. Escribía sobre lo que veía alrededor, sobre las mujeres que a las cinco salían de la cercana fábrica de tabaco y que andando y charlando se dispersaban por el barrio en pequeños grupos que perdían unidades según llegaba cada una a su destino. Le decía que le gustaba disfrutar de la lluvia tras los cristales; allá, en Gijón, la lluvia era algo cotidiano, incorporado al carácter del asturiano, pero en Madrid, la lluvia es algo menos común y el madrileño parece siempre sorprendido en cuanto algo cae del cielo. Aún así le gustaba ver llover y entonces lo que escribía eran poemas —muy malos— le decía a Elena —pero aún así los escribo y los guardo—. Después salía al frío de la noche sobrevenida de pronto, se levantaba el cuello del abrigo y se acordaba de su padrastro cuando le advertía del frío que hacía en Madrid cuando soplaba el viento desde la sierra de Guadarrama. Echaba a andar por la calle Argumosa hasta salir a la trasera del hospital Provincial, cerca de la estación de Atocha, parecida a la que él llegó un día y adonde llegan a diario miles de personas con una maleta y una dirección escrita en un trozo de papel.
Todo eso se lo contó a Elena mientras apuraban ya el segundo café él y el segundo té ella. El barrio se fue animando y poco a poco la gente comenzó a salir de sus casas tras el calor del mediodía. Ellos no querían dar por terminado su día juntos y cuando retomaron el paseo, a Elena le pareció bien la propuesta de seguir bajando hacia el río. Llegaron al puente de Toledo y se acodaron sobre él viendo pasar por debajo el Manzanares, bastante mermado de agua en esa época del año. Dieron una vuelta alrededor de los merenderos que por allí había y que empezaban a llenarse de clientela. El tiempo pasaba rápido y decidieron seguir por la orilla en dirección a la residencia de Elena. Siempre al lado del río, llegaron hasta la estación de Príncipe Pío después de pasar bajo San Francisco el Grande y el Palacio Real encaramados allá arriba en lo alto Continuaron caminando hasta San Antonio de la Florida, pero ya hacía tiempo que, llevados por la inercia de la tarde, andaban el uno al lado del otro unidos de la mano. Así subieron las cuestas del parque del Oeste volviendo a las calles de Madrid, se despidieron en el Paseo de Rosales con la promesa explícita de verse al día siguiente y un beso robado, nervioso justo antes de que cada uno diese la vuelta y se alejase de allí.»

La estación perdida

Esta mañana he visto en facebook una publicación de Secretos de Madrid, en ella se menciona una estación «fantasma» dentro de la red de metro de Madrid, la antigua estación de Chamberí, cerrada desde 1966 y hace poco convertida en museo, además ilustran el post con unas fotos que nos trasladan a otro tiempo.

Durante el proceso de creación de mi libro de cuentos Los ríos perdidos me topé con esa historia, una estación cerrada a cal y canto, abandonada y por la que, quizá, aquí empezó la parte de fabulación, pasaban a diario los modernos convoyes a toda velocidad dejando entrever apenas unos segundos esa antigua parada. De aquí surgió un cuento y ahora lo comparto.

La estación perdida

Todos los días acerco la nariz al cristal y espero que vuelva a ocurrir. Pero no, ya no. El tren arranca chirriante y pesado desde la estación de metro acelerando los miles de kilos del convoy y mi corazón. Desde allí, apoyado contra la ventana la había visto sentada en el andén, en otro andén y sonreía. Me sorprendió que aquella estación abandonada apenas visible a través de las ventanas del tren a toda velocidad y por la que pasaba todos los días tuviese luz, aunque tan solo fuese una, aunque tan solo iluminase apenas un metro cuadrado dentro del cual, sentada, relajada, una mujer joven miraba al frente. Llevaba un vestido de primavera, siempre llevaba un vestido de primavera y un casquete en la cabeza, antiguo pero no viejo, que enmarcaba su cara redonda de facciones suaves y sonrisa preciosa. Su aspecto era el de alguien de otro siglo, de otro tiempo.

Sencillamente me enamoré. Al día siguiente volvió a estar allí en el mismo sitio, en la misma posición, con la misma mirada perdida al frente, sin pestañear como si los vagones no pasasen a escasos dos metros de ella. No fue hasta pasados unos días cuando el tren paró en la estación. Una parada técnica, transitoria, una esas paradas de las muchas que se producen entre dos estaciones dentro de los oscuros túneles, pero aquel día mi ventanilla se situó justo frente al halo de luz que iluminaba a la mujer sentada. No podía salir pero sí golpear los cristales, al tercer golpe mis vecinos de vagón me empezaron a mirar con disimulo pero con el disgusto que nos produce alguien que altera el habitual discurrir de la vida urbana. Parecía que no la veían, quizá no la veían, pero yo sí y al quinto o sexto golpe la muchacha pareció despertar de un letargo de años y sus ojos, primero parpadearon y después se movieron hacia mi. Pude apreciar un punto de sorpresa, después de miedo, por último se relajaron y sonrió, sonrió a la vez que yo y mientras sentía el golpe de la inercia del tren arrancando levantó la mano, hasta entonces apoyada con descuido en su regazo e hizo un breve gesto de saludo mientras seguía con la mirada cómo el tren se alejaba de ella.

Después vinieron muchos días, algunos de ellos el tren volvía a parar en la estación fantasma y yo intentaba por todos los medios bajar, incluso llegué a accionar la manivela de emergencia pero la puerta no se abrió y solo conseguí acabar en manos de la policía con la multa correspondiente. Muchos días escribía palabras en hojas en blanco, solo una, a lo sumo dos, grandes como carteles para que ella pudiese leerlas: TE QUIERO, AMOR o bien intentaba darle mi teléfono para poder quedar fuera de allí. Quise averiguar como podía llegar hasta aquel andén, indagué como acceder a aquella estación perdida pero nadie sabía indicarme, desde el metro me dijeron que no había ninguna posibilidad de que persona alguna pudiese llegar a aquel andén, me fui de allí corriendo cuando empecé a oír las palabras SAMUR y pirao.

No la veo desde hace unos días, no está su sonrisa ni su mano delicada para tirarme besos cuando paso. Ahora el andén está oscuro y su banco vacío. Han aparecido unos carteles grises, iluminados por luces de emergencia que anuncian la remodelación de la estación abandonada. Pero yo sé que ella volverá, que está allí en algún lugar, por eso hoy me bajaré en la siguiente estación y cuando nadie pueda verme saltaré a las vías y caminaré a oscuras por el túnel, tan solo guiado por la luz de la linterna de mi móvil y el recuerdo de unos ojos risueños.

Volveremos a las gargantas

Confinados como estamos, todos pensamos en los lugares a los que iremos cuando podamos salir. Uno de esos sitios, sin duda, serán las gargantas y ríos, para sentarnos en la orilla o para darnos un baño.

Juan Ramón Jiménez, poeta y premio nobel nos ofrece este pequeño poema:

Desde esta piedra

Mi apoyo es esta piedra que han lamido los siglos.
Desde ella, sereno, miro pasar el río,
miro seguir la nube, miro volar el nido.

Del libro Canciones de Queensbury. Lírica de una Atlántida. Tusquets Editores

Arroyo de Yuste, Cáceres

Las cosas que perdimos en el fuego

El título del post hace referencia al de un libro de la autora argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). No la conocía ni había leído nada de ella, pero un compañero lector de relatos, rara avis como yo, me ha dejado un ejemplar para que lo lea estas Navidades. Todavía no lo he terminado pero ya puedo decir que es de lo mejor que he leído en los últimos tiempos. Son cuentos brutales, intrigantes, descarnados, a veces rozando el terror y a veces lo onírico. Con un estilo que hace gala de la mejor tradición argentina del cuento, nos relata situaciones y personajes sórdidos que no siempre encuentran solución a sus problemas si no es acudiendo a lo inesperado o directamente lo fantástico. Totalmente recomendable para fanáticos del relato y para aquellos que quieran leer algo distinto.

Las cosas que perdimos en el fuego. Mariana Enríquez. Anagrama Narrativas Hispánicas.

Reverbera la música

Hoy más que nunca me acuerdo del poema de Ángel González:

REVERBERA LA MÚSICA EN LOS MUROS…

Reverbera la música en los muros

y traspasa mi cuerpo como si no existiese.
¿Soy sólo una memoria que regresa

desde el cabo remoto de la vida,

fiel a una invocación que no perdona?
Música que rechazan las paredes:

solo soy eso.

Cuando ella cesa también yo me extingo.
                  Ángel González

Es hermoso pensar que somos el reflejo de la música, pero también es terrible, pues apenas queda eso de nosotros, poco más que un recuerdo.

Las Derrotas de Elena en SER Historia

Anoche se emitió el programa SER Historia en el que converso con Nacho Ares sobre mi novela Las Derrotas de Elena y la historia de la 9. En verano se emite de 00:30 a 2:30, pero con el podcast podemos escucharlo cuando nos venga bien. Paso el enlace por si a alguien le apetece oírlo. Todo el programa es muy interesante, como siempre, y a partir del minuto 58:14 y durante unos 15 minutos conversamos sobre este hecho histórico tan poco conocido.

Berenice se corta el pelo

Berenice se corta el pelo es el título de un cuento de F. Scott Fitzgerald, escritor estadounidense de principios del siglo XX, conocido sobre todo como novelista: El gran Gastby o Suave es la noche. Fue también autor de cuentos encuadrados, como no podía ser de otra manera, dentro de la gran tradición de cuentistas de ese país, Hemingway, Cheever, Carver o Salinger por nombrar solo a cuatro de ellos de entre un riquísimo elenco que nace en el siglo XIX con Poe, Hawthorne, Melville o Jack London. Autores que escribieron novelas, algunos de ellas que han eclipsado al resto de la obra de sus autores, pero que no por eso dejaron de escribir cuentos ni de sentirse cuentistas. El relato nunca ha sido en América (de norte a sur) un arte menor o un hermano pequeño de la novela.

Si hubiese que describir en pocas líneas el estilo y las características comunes del cuento en EEUU sin duda habría que hablar de los diálogos: directos y elaborados (a menudo sostienen ellos solos la trama del relato). A través de los diálogos descubrimos como son los personajes, se desarrollan y evolucionan. Las descripciones son someras y los personajes llevan el peso del desarrollo, no es el narrador omnisciente el que nos lleva de la mano, sino que nos deja en medio de la trama, entre personajes vivos que evolucionan y que podemos seguir desde cerca oyéndolos y viéndolos.

Otra característica es el realismo y los temas tratados, son cuentos que hablan de las personas y las circunstancias que rodean a los autores, tanto Scott Fitzgerald como Cheever describen la vida y preocupaciones de la clase media-alta del país, en distintas épocas (uno en los años veinte en la generación del Jazz y otro en los cuarenta y cincuenta, la generación que ganó la guerra y vivió la gran expansión económica del país). Sus problemas, las cuestiones vitales, las dudas, son tratadas y retratadas en cada uno de los relatos. Luego vendrían Salinger o Carver, que ya no reflejaban a esa clase media-alta, ahora se fijan en personajes de clase baja, trabajadores, pero todos comparten las mismas preocupaciones y los mismo problemas de relación entre amigos, entre compañeros de trabajo, entre amantes, entre padres e hijos.

El relato que da título a este post está sacado de la página web de Zenda, en concreto de una sección a la que se puede acceder para leer cuentos de grandes autores. Siempre es una alegría que se dedique un espacio a este género arrinconado por los grandes best sellers, entendiendo aquí grande como voluminoso.

En realidad este post es una excusa para resaltar una frase que me ha parecido para enmarcar. He tenido que escribir cuatro párrafos como introducción para copiar a continuación una gran frase que se justifica ella sola y que espero sirva de acicate para acercarse al cuento y en concreto al cuento estadounidense:

A los dieciocho las convicciones son montañas desde las que miramos; a los cuarenta son cavernas en las que nos escondemos.

Nada más.

Taller de escritura

Desde que se escribió la poética de Aristóteles hasta ahora median unos 2400 años y es un clásico por que aún sigue vigente:

Capítulo IX

Y es evidente también a partir de lo dicho que la función del poeta no es contar lo sucedido, sino lo que podría suceder y lo posible en virtud de la verosimilitud o la necesidad. Pues el historiador y el poeta no difieren entre sí por escribir en prosa o en verso, ya que podrían versificarse las obras de Heródoto y no serían en absoluto menos historia con verso que sin verso. La diferencia estriba en que uno narra lo sucedido y el otro cosas tales que podrían suceder. Por lo cual precisamente la poesía es más filosófica y seria que la historia …

Poética, Aristóteles. Ediciones Itsmo, traducción de Antonio López Eire.

Libro del desasosiego (I). Fernando Pessoa

«Y así, ajenos a la solemnidad de los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos con futilidad a las sensaciones sin propósito, cultivadas en un epicureismo sutil, como conviene a nuestros nervios».

Traducción y edición: Manuel Moya. Alianza Editorial.

Parapetos. Cuento histórico II

Parapetos

Los paisanos armados y con el gesto crispado se movían de un lado a otro buscando a alguien que les dijese lo que tenían que hacer, todos menos uno y un grupo que lo escuchaba hablar mientras fumaba en pipa.

Amartillé el mosquete, me lo eché a la cara y disparé. El indio que venía hacia mi, con el tomahawk en alto, cayó fulminado hacia atrás mientras ahogaba en la garganta el grito de guerra que tan furibundamente lanzaba tan solo un segundo antes. El resto de la trinchera hizo lo propio y pude sentir como a izquierda y a derecha los fogonazos se sucedían. Después de disparar retrocedíamos para recargar y permitir que la segunda línea apoyase sus fusiles sobre el parapeto para apuntar. Los milicianos intentaban seguir nuestro ritmo de carga y disparo, pero una cosa es disparar y recargar cuando estás cazando ciervos y otra muy distinta es cuando a lo que disparas devuelve el fuego o viene hacia ti encolerizado y deseando ensartarte en una bayoneta o en una lanza. Los pocos soldados manteníamos el orden en la trinchera.

Apenas estábamos 29 soldados españoles y dos centenares de milicianos reclutados de entre los habitantes de la ciudad, además y tras mucha insistencia se nos unió un grupo de ciento cincuenta milicianos franceses.

 – Ya sabéis, los franceses eran nuestros aliados entonces, cosas de familia.

El día 26 de mayo de 1780 amaneció caluroso y húmedo para ser primavera. El gobernador de la ciudad de San Luis, nuestro capitán Fernando de Leyba, había tenido noticias de que los ingleses, apoyados por cientos de indios, pretendía atacar el enclave español en el río Mississipi. Metidos ya en guerra y apoyando a los americanos, estaba dispuesto a defenderlo a toda costa por lo que comenzó la construcción de una torre defensiva en la que instalar la poca artillería de que disponía y desde la que otear el contorno para ver por donde vendría el peligro. Esto, junto a las trincheras, constituía el bagaje defensivo de la ciudad. No era mucho pero era más de lo que esperaban encontrar los ingleses.

Cuando Leyba se enteró reunió a los jefes y oficiales y explicó la situación

– Con orden y valor se podrá hacer frente a lo que se nos viene encima, si cunde el pánico, sin duda arrasarán la ciudad con todo lo que dentro se encuentre, personas, animales o cosas.

El gobernador entonces sacó el sable y rasgando el suelo fijó una línea recta

– Aquí la trinchera.

Avanzó unos metros y señalando con la punta de la espada

– Y allí la primera torre.

Nuestra artillería disparaba desde lo alto de la torre hacia el campo en el que los atacantes corrían hacia las defensas de la ciudad. La infantería de línea británica se mantenía en orden pero a cierta distancia después de haber visto como eran rechazados los indios, estos atacaron con valor y decisión pero sin orden, en tromba, lo que, junto a sus terribles gritos de guerra y su aspecto, les hacía temibles en campo abierto o contra un objetivo no fortificado, otra cosa era lo que tenían delante.

 – Un parapeto convierte a un hombre en diez, hacedme caso y poned todo aquello que encontréis frente a la puerta y justo los cañones detrás.

Como os decía a mitad de mañana los casacas rojas se dieron la vuelta y en perfecto orden se fueron por donde vinieron internándose en el bosque cercano, mientras que los indios enfurecidos y en busca de un botín más fácil, arrasaron todas las granjas que encontraron en los alrededores.

Los vítores salieron de toda la línea y de lo alto de la torre, eran gritos para descargar la tensión y el miedo.

 – Que de todo hay en la guerra – apuntó a los que le rodeaban.

En junio enfermó nuestro capitán y pronto murió. Don Francisco Cruzat, el nuevo gobernador, atendió la petición de ayuda de dos jefes Milwakee, una de las que eran aliadas de España, y que le pedían hombres para tomar un fuerte inglés en el norte, Saint Joseph, en el que almacenaban las provisiones necesarias para volver a atacar San Luis y el resto de las ciudades de nuestro rey a lo largo del Mississipi.

 – Se ve que ya están cerca, mirad toda esa gente que llega a la plaza corriendo y se oyen disparos cercanos. Escuchad, ya acabo.

Con las ganas que teníamos de revancha por el ataque de la primavera no dudamos en presentarnos voluntarios, así que a las órdenes del capitán Eugenio Pouré partimos unos 60 hacia el norte. Marchamos en pleno invierno y en barco surcando las aguas del Missouri y luego del Kankakee hasta que el hielo nos hizo poner pie a tierra, o mejor pie a hielo, para continuar nuestro camino. Fue una marcha penosa por el frío y el hambre pero al fin, el 12 de febrero por la mañana y después de cuatrocientas millas estábamos preparados para vengar lo de San Luis. Nos lanzamos al ataque y los cogimos por sorpresa, no llegamos a disparar ni un tiro. Por suerte no había guarnición inglesa y la milicia no opuso resistencia. Incautamos la bandera británica que nuestro capitán llevó de vuelta a San Luis e izamos la de España tras tomar posesión de todas aquellas tierras en nombre de nuestro rey Carlos III. Pasamos apenas veinticuatro horas y emprendimos el regreso sin haber perdido ni un solo hombre en toda la expedición.

 – Pero lo que por ahí viene es lo mejor del ejercito francés, mi sargento- dijo un chaval pistola en mano.

– Franceses, ingleses, indios, da igual, todos sangran y con valor todo es posible.

– ¡Vamos sargento deje de contar batallas y mueva a esa gente para que se ponga tras los cañones!

– Sí señor, ahora mismo. Me crujen los huesos al andar, ya soy demasiado viejo. Venga todos detrás del parapeto, ya habéis oído al capitán Daóiz.